lunes, 10 de marzo de 2008

Déjame que te cuente...


Buscaba un enlace bonito que te hiciera olvidar el cansancio y las prisas y que te hiciera sonreír... y como no lo encontraba, pensé en contarte una historia que leí hace tiempo.

Dice la historia que una princesa nacida en un planeta de color azul, pequeño pero muy bello, debía volar a menudo, en misión diplomática, a una estación interplanetaria. En esas misiones debía tratar con gentes muy diversas y de muy diversos planetas y razas, con distintas culturas, gustos y costumbres; eso solía ponerla nerviosa y usaba el rígido protocolo imperante en la estación como escudo protector. Normalmente, sus misiones consistían en largas reuniones que presidía con una sensación ambigua, producto de la formación que había recibido. Disfrutaba, le gustaba intercambiar información con todos los allí reunidos; pero también velaba constantemente por el cumplimiento del protocolo. Así que solía permanecer seria... aunque en ocasiones no podía evitar reírse y, en otras, no encontraba otra salida que enfurecerse para reconducir una situación difícil. En la corte en la que se había educado ambas reacciones estaban mal vistas: sus institutrices e instructores siempre le recordaban que el secreto de un buen gobernante era mantener las distancias y no perder los papeles. La princesa lo intentaba, pero no podía evitar implicarse.

En una de sus misiones, conoció a un diablillo nativo de un planeta rojo, algo más pequeño que aquel del que provenía ella. Este diablillo debía de ser de alguna raza especialmente comunicativa: comenzó a dejar su impronta hablando, opinando, preguntando, bromeando, molestando, cantando y hasta bailando, tan extrovertido era... Y la princesa torcía el gesto ante tamaña falta de respeto al protocolo imperante. Aunque dicen que cuando nadie la veía, se reía de las bromas y los comentarios del diablillo.

En cualquier caso, aquella misión acabó y la princesa siguió ejecutando otras... misión tras misión, en aquella estación interplanetaria que tan bien conocía ya. Conocía tanto las hermosas avenidas reservadas al descanso, como los túneles subterráneos de mantenimiento... Se perdía por las zonas destinadas al personal de servicio y solía pasear de incógnito por rincones escondidos, huyendo de la rigidez que imperaba en aquellas reuniones a las que había sido destinada por la corte de su padre. Y permanecía largos ratos perdida en la sala de las grandes cúpulas que mostraban las estrellas allá fuera, y su propio planeta, como una pequeña perla en la distancia, y tantos y tantos mundos y tantas y tantas galaxias. Casi odiaba ser una princesa, siempre inmersa en aburridas misiones diplomáticas, siempre diseñando planes para que los ejecutaran los demás. Soñaba con ser un cadete espacial, soñaba con recorrer estrellas y nuevos planetas en lugar de quedarse en aquella estación, lejos de su propio planeta y más lejos aún de los mundos que querría visitar, siempre parada a medio camino entre el todo y la nada. Pero tenía un papel que cumplir y debía conformarse con despedir (¡y envidiar!) a los que podían volar lejos de allí.

Deambulando por la estación conoció a mucha más gente de la que había conocido en sus misiones oficiales. Aunque lo que más le gustaba era poder hablar con quienes habían compartido tantas reuniones con ella, lejos del rígido ambiente de trabajo. Olvidaba quien era y podía comportarse como quería, más que como esperaban que lo hiciera. En alguna ocasión, se encontró varias veces con el diablillo y se pudo reír abiertamente de sus bromas. Le hablaba de las nuevas misiones que estaba cumpliendo y le escandalizaba con sus comentarios, o le enfurecía con alguna crítica al protocolo imperante en la estación; pero también encontraron opiniones que compartían y gustos comunes. Llegaron a intercambiarse guiños de complicidad.

Pasó el tiempo; las cosas no iban bien en el planeta de la princesa. Su padre murió asesinado y se sintió muy desdichada en su corte, llena de asechanzas y de desconfianzas. Sentía que era una corte revuelta, descompuesta, y cada vez más y más rígida. Le asfixiaba, pero siguió representando su digno papel, el que se esperaba de ella, representante diplomática de su planeta, aunque en su corazón cada vez encontraba menos sentido a todos esos detalles que le exigía el protocolo. Seguramente, eran cuestiones que alguna vez le habían importado, pero que con el tiempo se le iban revelando como huecas y sin sentido, a medida que se sentía desligada de esa corte que ya no reconocía como su hogar. Y en una de sus misiones volvió a encontrar al diablillo.

Se había vuelto más serio y estaba más tranquilo, pero seguía burlándose de todo lo que no consideraba importante. En aquellos tiempos, ya la escala de la princesa se había transformado, y ya no creía tanto en el protocolo y ya no consideraba tan importante lo que dijeran en la corte. Aprendió a reírse y encontró en la risa un aliado mucho más adecuado para garantizar el éxito de las reuniones y de la propia misión. Aprendió que es más fácil confiar en un camarada que en un superior y que la confianza suele ser amiga del éxito.

Diablillo y princesa firmaron el armisticio y se hicieron amigos. Siguieron al tanto de sus respectivas misiones, cada vez más rutinarias las de la princesa, cada vez más intensas y lejanas las del diablillo: ella cada vez estaba más desligada de su planeta y más anclada a la estación; él cada vez saltaba más alto entre las estrellas y, de vez en cuando, le contaba sus aventuras.

Y pasaron algunos eones, en los que se mantuvieron en contacto. Por una casualidad, volvieron a coincidir en una pequeña misión de avituallamiento. Se notaron cambiados. La princesa, a fuerza de mantener desencuentros con la corte de su planeta y con la aristocracia que gobernaba la estación, se había sumido en una melancolía que sólo mitigaban las reuniones con sus camaradas para trazar nuevos planes, para compartir sus ideas e impresiones sobre su preparación para el salto a las estrellas y, sobre todo, la narración de sus aventuras cuando volvían esporádicamente de sus viajes interestelares. El diablillo también le confío su tristeza; en alguna de sus misiones había perdido el diamante que remataba la empuñadura de su sable de oficial... y cuando creía haberlo recuperado, lo volvió a perder. Seguía peleando con su sable cuando la situación lo requería, pero echaba de menos el brillo que le guiaba y que le devolvía la confianza cuando la oscuridad parecía latir y crecer, tapando todo resquicio de luz...

La princesa no soportaba verlo triste. No podía ofrecerle ningún diamante... sólo había tenido uno y lo había arrojado con furia en la tumba abierta de su padre, cuando este murió asesinado, tal era la rabia que había invadido su corazón.

Pero tenía una caracola. Y una mariposa que aleteando en el aire, lo inundaba todo de colores, igual que un beso aletea en la boca, igual que ese ligero polvillo de sus alas se puede confundir con la luz de la tercera luna del planeta Danen. "Toma", le dijo, "esta caracola es lo único que pude rescatar de mi planeta azul, al que nunca más volveré. Puede oírse en su interior la fuerza de los océanos que lo cubren. No te iluminará en la oscuridad, pero el sonido podrá guiarte y, además, sabrás que siempre estarás acompañado. Tómalo mientras sigues buscando tu diamante; a cambio, recuerda regalarme mariposas, mariposas que aleteen en mi boca y me traigan reflejos de la luz de mi planeta perdido..."

El diablillo tampoco soportaba ver triste a la princesa. Tomó la caracola y le correspondió con mariposas. Y, al poco tiempo, salió a cumplir con una nueva misión. La princesa esperaba siempre su vuelta; él volvía con sus ojos brillantes y pícaros, haciéndole reír y soñar y ofreciéndole tantas mariposas como podía...

La princesa sabía que ya nunca podría salir de allí, que se quedaría por siempre en aquella estación en la que había cumplido tantas misiones diplomáticas, en la que había planeado tantos vuelos e incursiones que otros habían realizado de verdad. Se sentía como un niño perdido de Neverland, que nunca crece. Mientras, aquel diablillo volvía, de tarde en tarde, casi siempre agotado, pero cada vez más sabio, más curtido de sus misiones, de sus paseos persiguiendo estrellas. Aunque también pudiera ser que siempre hubiera sido igual de sabio para quienes hubieran sabido mirar bien hondo en aquellos ojos brillantes y pícaros: no en vano era un diablillo.

Y colorín, colorado... ¿Cómo dices? ¡Ah, no! Pues claro... ya sé que no he contado el final, pero ¿quién te ha dicho que ha acabado la historia?

6 comentarios:

Anónimo dijo...

:_)Anda que, ya hay cuentos infantiles espaciales.

Seguro que al final el diablillo la ayuda a reconquistar su planeta a base de ataques preventivos y se convierten en rey y reina del lugar

XDD

servidora dijo...

Nah, no creo :-)

Anónimo dijo...

Esos dos...yo ahí veo rollete.

servidora dijo...

Va... déjalos, animalets... ¡a ver si se empachan! :-P

J_JuMp dijo...

Precioso cuento y preciosa historia, espero que nunca termine :D

servidora dijo...

Gracias!! :-)
Pero es bueno que las cosas tengan un principio y un final, si no, no podríamos apreciarlas bien :-D