sábado, 23 de febrero de 2008

San Amaro, 19


La casa tenía tres alturas, de las que mi abuela ocupaba dos, la primera y la segunda planta, a las que se accedía por la calle San Amaro. Por la calle de Lugo se entraba a la planta baja, en la que había un bar. Hablo de un edificio que salvaba la cuesta existente entre ambas calles, así que desde nuestro punto de vista, el bajo de la calle de Lugo era como un sótano.

El portal de la calle San Amaro tenía una puerta que es muy típica en Galicia, con la hoja partida horizontalmente, de forma que la parte inferior es la que se sujeta a la pared para cerrarse mediante una gran pestillo metálico y la superior se engancha en ella para cerrar el conjunto. Durante el día sólo la parte inferior estaba cerrada y la superior permanecía abierta, como invitando a entrar. Era una delicia jugar en aquel portal, al amparo de aquella puerta; y, si no nos veían los mayores, disfrutábamos colgándonos en la hoja inferior, balanceándonos hacia dentro y hacia fuera...

Del portal, además, recuerdo dos cosas. La primera, la más importante, la puertecilla que ocultaba la llave de paso del agua. Y era tan importante porque tras aquella puerta siempre aparecía algún pequeño tesoro (un caramelo, alguna moneda de 10 céntimos, un pequeño juguete de plástico...) No sé si abuela los iba reponiendo a lo largo del día; sí sé que éramos muchos nietos y raro era el día que no encontrábamos algo allí. También es cierto que este recuerdo es de mi primera infancia, cuando aún no iba al colegio y pasaba todas las mañanas con mi madre, camino del mercado... luego se fueron espaciando hasta desaparecer.

La segunda cosa que me mantuvo siempre hipnotizada (incluso de mayor) era el llamador, en forma de mano, de la puerta que permitía acceder del portal al interior de la casa. Cada miembro de la familia tenía su propio ritmo, su propio repique, para que se pudiera identificar desde arriba al que estuviera llamando. Y los niños, que no llegábamos aún a aquella pequeña mano de bronce, que sujetaba una gran bola y lucía un final de manga con puntillas, nos fijábamos en el ritmo propio de nuestros padres, para poder imitarlo en cuanto fuera posible. Y conteníamos la respiración mientras se oían pasos arriba, en el piso de madera, esperando la frase ritual "¿Quién?", a lo que, invariablemente, había que responder "¡Yo!". Esa es aún la contraseña en el portero automático de mi madre y del resto de la familia.

Una vez franqueada esa puerta había que subir cinco escalones, girar a la izquierda en el pequeño rellano y subir otros nueve escalones más. Se llegaba así a un pasillo con cuatro puertas. La de la izquierda daba a la habitación de coser. La del frente, al comedor. Había una a la derecha para la sala pequeña, la de recibir. Y ya, al fondo, la de la sala.

En la habitación de coser entraba poco. Era una habitación en dos alturas, con un par de ventanas a la calle. En ella cosía mi madre cuando tuvo que dejar de estudiar y ponerse a trabajar para ayudar a mantener a la familia. Y en ella seguía cosiendo mi tía Canucha; allí estaban la máquina de coser, la plancha y montones y montones de retales que iban quedando sueltos. En esa habitación había también una puertecita que llevaba a un pequeño cuartucho que me encantaba porque tenía un ventanuco sobre las escaleras. Bueno, me encantaba hasta el día que a mi primo Tonecho no se le ocurrió otra cosa que pegarme un susto, asomándose de repente, mientras yo subía; casi me hizo caer de espaldas rodando escaleras abajo. La lástima es que apenas nos dejaban entrar en él. Fue de los primeros cuartos en ser cerrados, como contaré más adelante.

La puerta importante era la del comedor. El comedor, el rincón de abuela, figurada y literalmente. Ella pasaba allí casi todo el día. Nada más entrar, a la derecha, una pequeña puerta ocultaba un armario empotrado que había acondicionado para descansar. Cuando yo era pequeña, sólo la recuerdo allí dentro después de comer; después, a medida que envejecía, lo utilizaba cada vez más a menudo. Meterse en su rinconcito, con ella, era fascinante. Tenía una especie de colchón tirado en el suelo, y mientras te hacía un hueco en el que acougar, echaba mano de sus cosas: un mantón para taparse, su pequeño transistor para escuchar las noticias... la bolsa de toffees, de la que parecía escoger uno especial para dártelo a ti. Allí dentro se estaba a oscuras, salvo por pequeños agujeros en la puerta que dejaban pasar pequeños rayos de luz; siempre olía a jabón de tocador y su ropa nos rodeaba en un desorden que debo haber heredado. Te sentías a gusto, calentito y en paz. Ahora que lo pienso, tal vez tenía algo de guarida animal, de nido en el que criar cómodamente a tus cachorros...

Justo enfrente de ese armario, e inmediatamente a la izquierda de la puerta de entrada al comedor, estaba su gran radio y su silla, en la que pasaba el rato que no estaba dentro de su guarida; allí, como había luz, no sólo escuchaba la radio, al mismo tiempo leía su misal. Son muchos los recuerdos de ese otro rincón, pero pienso que el más persistente es el de los episodios de la radionovela de El conde de Montecristo, todos los días a las cinco y media de la tarde. Duró tantísimo tiempo que creo no exagerar si os digo que empecé a escucharla antes de cumplir los siete años y que estoy segura de que cumplí bien largos los ocho, antes de que acabara. Mi abuela, yo y Edmundo Dantés. Y que se parara el mundo.

Esta pieza no sólo era el sitio donde encontrar a mi abuela, es que era el centro neurálgico de la casa, en donde se acababa juntando todo el mundo. Desde allí se accedía a la cocina, a la galería en la que estaban el lavabo y el wáter (la casa no tenía cuarto de baño) y a las escaleras de subida al piso superior.

El comedor estaba ocupado en su mayor parte por una gran mesa de castaño. Recuerdo con cariño esa mesa, entre otras cosas, por la cantidad de horas que pasamos bajo ella. Sí, bajo la mesa. En algún sitio en el que el piso de madera debía estar agujereado, quiso la casualidad que se le enganchará un tacón del zapato a mi tía María José y que con él se hiciera un agujero en el linóleo del suelo... justo sobre el aparato de televisión del bar de abajo. Como mi abuela no tenía televisor en aquel entonces, tanto mis primos como yo pasábamos buena parte del tiempo bajo la mesa, peleándonos por poner el ojo en el agujero del suelo para poder ver la tele. Nos descubrieron un día que Marigeles pegó un grito de sorpresa y casi todos los parroquianos miraron hacia arriba. Además de la mesa, recuerdo un par de sillas junto al pequeño balcón, una gran alacena junto a la pared del balcón y unas reproducciones de cuadros de Monet en las paredes.

Apenas recuerdo nada del piso superior; creo que un verano llegué a dormir en una de sus habitaciones durante tres semanas (mis padres habían ido de vacaciones a Portugal y yo había preferido quedarme en casa de abuela). Pero ni siquiera estoy segura de si tenía tres o cuatro habitaciones. Este piso fue casi lo primero en cerrarse de la casa, junto con el cuartucho del ventanuco; como en la Casa tomada de Cortázar, se iban cerrando habitaciones y, simplemente, se ignoraba lo que quedaba dentro, a medida que la carcoma y el mal estado de la madera hacían que el suelo fuera inseguro.

Por supuesto, lo que sí recuerdo perfectamente era la galería del lavabo y el wáter. Y no tanto por el buen funcionamiento de mi vejiga, como porque desde esa galería se veía el patio del bar; y ese patio estaba siempre lleno de gatos y me pasaba muchos ratos muertos observándolos. También recuerdo el gran lavadero de la esquina de esa galería que, con el tiempo, se reconvirtió en una ducha.

Y he dejado para el final la cocina, por todo el tiempo que pasé en ella, pegada a las faldas de abuela. La gran cocina con el gran fregadero de granito a la derecha; al frente la chimenea, en la que se había incrustado una cocina de butano, y la pared izquierda convertida en una gran alacena. Siempre había una gran olla de caldo burbujeando en aquella cocina. Y recuerdo también a mi abuela pelando allí las patatas, con aquellos cuchillos que afilaba en la piedra del fregadero... por lo que la hoja se iba estrechando y estrechando, comida por el desgaste, hasta convertirse en una especie de navajilla. En ese momento, era cuando a mi abuela más le gustaban, decía que eran más cómodos de manejar. Y debían de serlo porque no conozco a nadie, salvo a mi madre, capaz de pelar las patatas de forma tan fina, quitando estrictamente la monda marrón, sin apenas nada de la carne blanca de dentro.

Pero me vais a permitir que salga del reino de mi abuela y vuelva al pasillo de entrada, nada más acabar de subir las escaleras desde la calle. Y que gire hacia la derecha, porque eso nos lleva a mi territorio. No merece la pena que paremos en la salita de recibir: como se puede deducir del nombre, era la sala de recibir a las visitas y a los niños no nos dejaban entrar. Así que no puedo contaros mucho sobre ella. Mejor seguimos hasta el fondo y llegamos a la sala.

Era una sala enorme; a la izquierda estaba la puerta del dormitorio que compartían mi abuela y mi tía Canucha. También terreno vedado, pero la verdad, tampoco era muy interesante: apenas una cama de matrimonio y un armario ropero.

No, mi reino era la propia sala, sin ventanas pero con sus dos puertas para salir a la galería, que ocupaba toda la fachada posterior.

Y su gran pizarra. Seguramente, era a esa gran pizarra a la que quería llegar cuando he empezado a contar esta historia.

Cuando las cosas se pusieron mal y mi madre tuvo que empezar a coser, mi tía Maruja, que acababa de terminar el bachillerato, comenzó a su vez a dar clases particulares en casa. Por eso, en esa sala había una gran pizarra. Y una gran mesa, con un banco para sentarse y bastantes libros de texto. Abundaban especialmente aquellas antiguas enciclopedias que versaban sobre todas las materias de un curso del grado de Educación Elemental. Y distintos tomos, de distintos cursos, de la "Aritmética" de la editorial Luis Vives. Y libros de lectura de cuando mis tíos eran pequeños. Y métodos diversos de Contabilidad y Cálculo Mercantil. Y viejos cuadernos a medio rellenar. Y lápices antiguos, de esos que llamábamos de tinta, porque si mojabas la punta con la lengua, escribía como un bolígrafo y no como un lápiz. Un gran tesoro para mí, que me pasaba horas y horas en aquella sala y en la galería, rebuscando entre los libros viejos, escribiendo y solucionando ejercicios en aquellos viejos cuadernos, dibujando en aquella pizarra... pero dice mi madre que, sobre todo, explicando y dando clases; horas y horas interminables, recitando lecciones que miraba en aquellas viejas enciclopedias o en mis propios libros del colegio. O que recordaba de haber escuchado en el colegio ese mismo día. Y dice mi madre que imitaba tan rematadamente bien a mi profesora, a doña Merceditas, que a veces le entraban ganas de reír cuando se la encontraba de verdad. Porque, por lo visto, la buena mujer le decía que me sorprendía tan atenta en clase a lo que ella decía, que le daba casi miedo. Y mi madre me imaginaba dando clases en aquella pizarra, imitándole, y murmuraba por lo bajo "... y no sabe hasta que punto hace bien en tenerle miedo... "

Pasé mucho tiempo en aquella casa. Mientras vivíamos en Ferrol, pasaba allí casi todas las tardes. Y cuando nos fuímos para Fene, también: hasta los diez años, seguí yendo al colegio en Ferrol y comía en casa de abuela. También esperaba allí por las tardes a que vinieran a buscarme mis padres o a que se hiciera la hora de coger el autobús. Y os la he descrito como la recuerdo de aquella época. Con el tiempo, como he dicho, se cerraron habitaciones. Llegó la televisión, primero a la sala de recibir y luego a la sala grande, a mi sala. Desapareció así la pizarra y el centro vital de la casa se fue trasladando del comedor... a la sala del televisor. Mi abuela dominó el arte de leer, oír su radio y ver la tele al mismo tiempo. Yo ya no pasaba tampoco tanto tiempo en aquella casa, porque ya no iba al colegio en Ferrol, y puede que por ello no me doliera mucho perder mi pizarra y compartir mi territorio.

Lo curioso del caso es que la casa nunca fue realmente de mi abuela. Vivió alquilada en esa casa desde los treinta años hasta los noventa y cinco. Tuvieron que dejar la casa porque se caía a pedazos: el aviso más serio fue cuando se desplomó la chimenea de la cocina. Afortunadamente, mi abuela acababa de salir hacia el comedor y no le pasó nada. Mi tía Canucha encontró un piso en buen estado y a buen precio y se trasladaron. La gran paradoja es que ese piso, que sí fue suyo en propiedad, nunca fue "la casa de abuela". Seguíamos usando esa frase para la casa de la calle San Amaro: "Pasé por delante de casa de abuela y se estaban descolgando las ventanas de la sala". "Dice María, la de Remeseiro, que la casa de abuela la ha comprado una constructora". "El tejado de casa de abuela no va a resistir otra tormenta como la de ayer". "La galería de la casa de abuela amenaza con caer, da miedo pasar por debajo". "Han empezado a derribar la casa de abuela... "

Hoy hay un edificio con tres apartamentos y un dúplex. El portal siempre está cerrado y hay vídeo portero en lugar de un llamador de bronce. Sin embargo, la magia de mi abuela sigue por allí y yo sonrío cuando paso por enfrente, recordando las sorpresillas que nos dejaba en el portal, en la puertecita de la llave de paso. Y, por supuesto, sigo pintando cosas en pizarras...

10 comentarios:

servidora dijo...

Estaba escribiendo esto y había una parte que me sonaba haber leído/escrito ya... yalo he localizado y me he quedado tranquila: si he plagiado a alguien, ha sido a mí misma :-)

Anónimo dijo...

Fascinante...

pikinb dijo...

Siempre es un placer pasearse contigo por tus recuerdos. Eran otros tiempos donde parecia que el reloj se habia parado.

Gracias, un beso

servidora dijo...

Pues gracias a los dos.

Me acaban de decir una gran verdad: me quería y la quería, a mi abuela. Y su casa era el sitio donde todos teníamos un rincón propio; supongo que por eso siempre rondábamos cerca :-)

Anónimo dijo...

Jo, ma recordao la casa de mi abuela, que tambien era alquilada para mas inri :_

servidora dijo...

¿Una copita de morriña? ;-)
Invito yo... :-)

Ferrol Antiguo dijo...

Qué sorpresas tan agradables deparan estas navegaciones sin rumbo fijo por internet.

Mire usted por donde, me voy a encontrar con el bar A Cova, la tienda de Maria la del remeseiro, y... si a mi bola de cristal no le fallan las pilas quizás, quizás... ¿con la familia Vi..l? ;-)

Mi abuela era de la zona, vivió en la calle de Lugo.

También hubo una puerta de dos hojas en mi infancia, y por supuesto, lo mejor de todo era balancearse en ella (mientras no te pillaran).


Gracias por hacerme vivir de nuevo tan entrañables recuerdos.

Un saludo desde el Ferrol Antiguo.

servidora dijo...

Carai, bingo :-)

Vaya, se me acaban de poner dos lágrimas en los ojillos y todo :-D

Un bico :-)

Ferrol Antiguo dijo...

Llevo pensando un rato, pero no soy capaz de recordar al Conde Montecristo, pero del programa de Elena Francis no creo que me olvide.

Ya podía estar mi abuela ocupada en lo que fuese, que lo de encender la radio para escuchar a la Srta Francis era sagrado.

Por cierto, Doña Merceditas ¿era del Sagrado Corazón, en la calle Real?

servidora dijo...

¡¡Pues claro!! ¿Había otra? :-)